domingo, 4 de agosto de 2013

Un amanecer que no llegaba



La temporada de caza 1991-1992 tuvo una característica: llovió de manera continua por más de 45 días.

Podrán imaginar cómo estaban los caminos para entrar a los ranchos. Pocos cazadores podían entrar hasta sus tiraderos ya que los caminos estaban anegados, lodosos e intransitables.

Cazábamos en aquellos años en un rancho ubicado precisamente atrás de la Aduana de Nuevo Laredo, conocido como “El 26”. Muchos cazadores regiomontanos tuvimos el gusto y la fortuna de cazar en ese rancho propiedad de Pancho Lugo. El rancho “El 26” tenía buena fama, pues se le consideraba un rancho con muy buena población de venados, rodeado de excelentes ranchos y era también sabido que los venados de ese rancho tenían excelente genética. Pero del rancho “El 26” también se decía que estaba sobreexplotado, que año con año entrábamos muchos cazadores y que cometíamos abusos en los ranchos vecinos.

En fin, era un rancho polémico; pero finalmente era nuestro lugar de cacería y teníamos que ir ahí. El problema es que debido a las lluvias, no había vehículo que pudiera entrar hasta los tiraderos.

“El 26” es un predio ubicado en la margen poniente de la carretera que va de Monterrey a Nuevo Laredo, el polígono del rancho es propiamente una figura rectangular de poco más de un kilómetro y medio de frente a la carretera, por unos siete kilómetros de fondo. Aunque en todo el predio había venados, preferíamos internarnos unos tres o cuatro kilómetros ya que era en donde había mayor presencia de fauna, y por ello ahí estaban las torres. El problema era que debíamos pasar un arroyo y un bordo de presa, el tipo de suelo del rancho “El 26” era arcilloso y eso producía unos lodazales tremendos.

Probamos con cuatrimotos, con camionetas de doble tracción y con  cadenas, pero el resultado era el mismo… no se podía entrar y tampoco se podía pasar el arroyo.

Una opción para llegar hasta el fondo del rancho era entrar a caballo, pero eso implicaba problemas pues los caballos andaban sueltos y había que buscarlos, agarrarlos y  llevarlos al casco del rancho para ensillarlos.  Hacer eso tomaba tiempo y no siempre se tenía éxito para encontrar a los caballos entre el monte.

Así pasó el mes de diciembre y llegó enero de 1992. La temporada de caza entraba ya en su segunda mitad, los días pasaban y la lluvia no paraba.

Entonces vimos otra opción: entrar a pie al rancho y caminar los 4 ó 5 kilómetros para llegar a los tiraderos y si cazabas algo habría que sacarlo cargando.

Una tarde salimos de Monterrey mi amigo Javier Hernández Cárdenas y yo. Nos fuimos en su auto compacto hasta el “El 26”… para qué queríamos camioneta si no se podía entrar en vehículo alguno.

Llegamos al rancho al obscurecer, nos preparamos la cena y a dormir. Debíamos descansar bien pues nos esperaba una buena y pesada caminata por entre el lodazal.

Nos despertamos temprano. Aún no eran las cinco de la mañana. Sabíamos que los 4 ó 5 kilómetros que íbamos a caminar nos iban a tomar más de hora y media para recorrerlos entre aquel lodazal, y queríamos llegar a las torres antes de que amaneciera. Teníamos la ilusión de llegar caminando hasta el fondo del rancho, pues nadie había cazado en esa zona. O más bien dicho, en cuarenta días nadie había entrado en esa zona.

Así pues, salimos de la casa del rancho ubicada en la orilla de la carretera y empezamos a caminar  entre el lodazal.  En la mochila llevábamos algo de alimento para comer en el monte ya que pensábamos regresar hasta el atardecer. Con el rifle en la mano, envuelto en bolsas de plástico para protegerlo de  la llovizna, más que caminar patinábamos sobre el lodo.

Extrañamente cesó la llovizna y el cielo se despejó. Serían las 5:40 de la mañana. Alcancé a ver una luna en cuarto menguante que nos iluminó el camino. Seguimos caminando y llegamos al arroyo. No estaba crecido, pero si corría agua. Lo pasamos y seguimos caminando. Al poco andar llegamos al bordo de la presa. El lodo era muy resbaladizo por lo que pasamos con cuidado para evitar un resbalón y con ello golpear involuntariamente los lentes de nuestros rifles.

Cruzamos el bordo sin ningún problema. La luz de la luna menguante seguía ahí y el cielo se miraba despejado.

Llegamos al portón metálico que dividía los dos potreros, el de la carretera y el del fondo. Eso significaba que ya habíamos caminado casi cuatro kilómetros, nos sentimos orgullosos de nuestro esfuerzo, aún estaba obscuro y casi llegábamos, de ese portón en adelante en donde nos pusiéramos ya era bueno; pero nuestra intención era, llegar hasta el fondo del rancho y para eso nos faltaban otros tres y medio kilómetros. Íbamos cansados por el esfuerzo extra que implica sacar la bota del lodo en cada paso; pero íbamos más contentos que cansados. Vimos el reloj eran pasadas las 6 y media de la mañana. No lo alcanzaríamos nuestro objetivo de llegar hasta el fondo del rancho, pues ya faltaba media hora para que amaneciera. entonces optamos por dirigirnos a las torres más cercanas.

Una era una torre de madera, tipo casita, muy sólida y que tenía excelentes pasaderos. Como yo era el anfitrión, dejé a Javier en esa torre. La siguiente torre estaba a 800 metros en una pequeña lomita; las dos colindaban con el rancho La Reforma. La torre que me correspondía era metálica, no muy alta, con un barandal endeble. Tenía una silla fija no giratoria, por lo que se debía elegir un solo punto hacia donde apuntar ya que no era fácil cambiar de posición.

Llegué a mi torre,  rápidamente me subí, le quité las bolsas de plástico a mi rifle, acomodé mi mochila en el piso de la torre, y me senté y revisé la posición hasta sentirme cómodo para poder disparar si salía un venado que me interesara.

Miré mi reloj, faltaban cinco o seis minutos para las 7 de la mañana. Me dio gusto saber que el esfuerzo que hicimos había valido la pena, pues ya estaba instalado en una torre y aún no amanecía.

Como decimos los cazadores, le metí el lente a la torre en donde se había quedado Javier y con algo de dificultad por la falta de luz vi el bulto adentro, lo cual implicaba que él también ya estaba instalado y, al igual que yo, solo esperaba que amaneciera.

Por segunda ocasión miré mi reloj, ya eran las 7 de la mañana con ocho minutos… la obscuridad seguía igual. Me llamó la atención el hecho, pero no le di importancia. No me causó alarma, pero  si me extrañó mucho que a esa hora aún  no rompiera el día y ver la luz del alba. Yo conocía bien el rancho “El 26” y sabía por dónde salía el sol y cómo iluminaba las brechas. Por eso elegimos esas torres, pues tenían la ventaja de que por la mañana el sol no daba de frente a la cara. Yo sabía que la brecha corría Norte / Sur, así que el monte a mi espalda era el oriente y el monte que miraba de frente era el poniente... pero el amanecer no llegaba.

Volví a mirar el reloj  y vi que eran las 7 de la mañana con 23 minutos. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que algo no estaba normal. Me quedé pensando y comparé esa mañana con muchas otras mañanas de cacería y me confirmé que para las siete de la mañana ya debía de haber clareado. No estaba alarmado; pero sí desconcertado. No me explicaba porqué no había luz de día, si ya debía de estar amanecido. Seguí en la torre y busqué la luna: no se miraba. Eso significaba que el cielo se había nublado una vez más. La quietud, la soledad y el silencio de esa mañana eran imponentes: no había sonidos, era un silencio anormal y extraño. Sin embargo, yo más que escuchar sentía o presentía un rumor, un ruido apagado, amortiguado, que se venía acercando por el noreste. Vi mi reloj una vez más, eran la 7 de la mañana con 34 minutos, y volví a preguntarme lo mismo.  Por qué el amanecer no llegaba.

Por la cercanía con Nuevo Laredo, el resplandor de la luz artificial me indicaba el rumbo hacia donde quedaba la ciudad. Desde que veníamos caminando por el lodazal, en repetidas ocasiones alcancé a ver tal resplandor. Ahora, sentado en la torre y sabiendo que Nuevo Laredo se orientaba hacia el norte, al final de la brecha, la luz de resplandor  no se miraba.

Por supuesto que Nuevo Laredo no podía desaparecer. Tal vez se trataba de un apagón… ¿Pero en toda la ciudad?

Algo estaba pasando, el cielo estaba completamente negro y las nubes tan bajas que impedían ver el reflejo de la luz de la ciudad. Seguí sentado en la torre y cuando me disponía a ver el reloj una vez más, la luz de un relámpago me soprpendió. Al relámpago siguió el violento estruendo del trueno y me di cuenta que los relámpagos venían del rumbo noreste, y que eran cada vez más continuos, lo mismo que los truenos.

Empezó la lluvia suave, aislada y rítmica.

Así pasaron unos minutos más, los relámpagos eran continuos y el rumor sordo fue aumentando en intensidad. La lluvia pasó de aguacero a chubasco y justo en ese momento estaba en la transición de pasar de chubasco torrencial  a tromba.

¿Pero porqué una lluvia tan intensa en el mes de enero? Las estadísticas de la  Comisión Nacional del Agua afirman que enero y febrero son los meses con menor precipitación pluvial en todo el año.

El viento arreció, los mezquites se doblaban, algunos se quebraban, la lluvia no caía vertical, era lluvia horizontal por lo intenso del viento. Lo peor estaba por venir y yo lo presentía.

Hasta ese momento mis daños era mínimos: toda la ropa empapada, un rifle Steyr Mannlicher mojado y un lente Leupold de 3 x 9 envuelto en plástico; pero también mojado. Mi lonchera de plástico, con la comida que había llevado, se había caído de la torre y vi cómo el agua que corría se la llevaba; flotaba como si fuera un barquito de papel.

Me percaté de que más abajo, a unos 60 o 70 metros, corría un abundante arroyo que se formaba con el agua que bajaba de la pequeña lomita donde se levantaba mi torre. Fue en ese momento cuando fui conciente de la gran cantidad de agua que había caído y que seguía cayendo, sin disminuir ni en intensidad ni en fuerza. Como pude vi el reloj, pasaban ya de las ocho de la mañana y no había amanecido, el cielo seguía obscuro. El amanecer no llegaba.

Fue en ese momento cuando cayó el primer rayo cercano a mí, no calculé la distancia, pero debió  haber caído a unos 300 metros de mi torre por la forma en que se cimbró la estructura metálica. No tuve tiempo de mayor análisis pues de inmediato cayó otro rayo y la sacudida de la torre fue igual que la anterior.

La lluvia, el viento y el estruendo de los rayos formaban un ruido impactante, los relámpagos eran continuos. Era un espectáculo impresionante y aterrador. Fue a la luz de un relámpago como caí en la cuenta de que la torre en la que yo estaba trepado tenía tres puntas que apuntaban hacia el cielo como antenas. Esa torre en otros años debió haber tenido techo, pero el tiempo que permaneció a la intemperie acabó con él. Solo los tubos que lo sostenían permanecieron en las esquinas de la torre y ahí estaban esa mañana apuntando verticalmente hacia el cielo; y yo sentado en medio de ellos. ¡Estaba sentado  en medio de tres pararrayos!

Sentí miedo… debía hacer algo de inmediato  o el siguiente rayo me caería encima.

Quise ponerles algo en las puntas a los tubulares. Utilicé sin éxito una gorra de estambre, un guante, el vaso de un termo… todo era inútil, cuanta cosa les ponía a las puntas en cuestión, de segundos el ventarrón se lo llevaba volando y volvían a quedar pelonas y apuntando al cielo como pararrayos.

El estruendo y fragor de los rayos que caían era cada vez más cercano. Un rayo cayó con mucha violencia a menos de doscientos metros de la torre y el monte se iluminó durante unos segundos. Vi el agua correr en un gran caudal por la brecha y el monte a mi alrededor doblado y semi destruido por el viento y la lluvia.
       
          La tromba estaba en su clímax. La caída de otro rayo aún más cercano me devolvió a mi espantosa realidad: ¡Estaba a punto de morir carbonizado y electrocutado por un rayo!


Seguir sentado en medio de las tres puntas metálicas que se alzaban hacia el cielo como pararrayos, era una franca invitación a que el siguiente rayo cayera en mi torre, matándome en el acto.

Sin dudarlo, tomé el rifle con mis dos manos y gracias a la fortaleza y energía de los treinta años que tenía entonces, salté de la torre con rapidez y agilidad, caí al lodo sin causarme daño alguno en las piernas o espalda, con mi Steyr Mannlicher intacto pero ya totalmente mojado.

Me puse de pie y me alejé corriendo de la torre. Estaba muy asustado y no sabía hacia dónde dirigirme. Caminé por el monte y busqué  una “placeta” o área sin vegetación alta y ahí me detuve. Puse el rifle en el suelo y me senté en el suelo.

Entonces imaginé mi figura y me di cuenta de que si seguía en esa posición, era ahora mi cabeza la que sobresalía como pararrayos. De inmediato me tiré al piso y me quedé así, acostado sobre la tierra. En ese momento empecé a rezar.

Los rayos siguieron cayendo mientras yo rezaba. Fue entonces cuando un estruendo violento se escuchó muy cerca de mí. Fue como un cañonazo, la tierra se sacudió con mucha fuerza  y con tal violencia  que mi cuerpo se despegó del suelo.

Apenas recuperado del estruendo, busqué la torre.

No la vi.

Una vez más la busqué y me di cuenta de que la torre en donde yo había estado sentado minutos antes, estaba completamente doblada y sobresalía del piso grotescamente, muy maltrecha. El rayo había caído a unos cuantos metros de ella.

Me imaginé cómo hubiera quedado yo si no me hubiera bajado de un salto unos minutos antes. En ese momento no supe si el rayo había alcanzado la torre directamente o no, lo cierto es que la torre estaba tirada en el suelo y ya no sobre sus cuatro patas.

Miré el reloj y eran las 8 de la mañana con 26 minutos. El cielo seguía totalmente obscuro. Permanecí acostado en el piso rezando. No me avergüenza decir que sentí miedo, sentirlo era lo más lógico y normal en ese momento. El viento seguía rugiendo con mucha fuerza y la lluvia seguía cayendo de manera horizontal. Sobreponiéndome al miedo, alcé un poco la cabeza y vi que los relámpagos iban ahora hacia el oeste… eso significaba que se estaba alejando la tormenta.

Supe que lo peor había pasado, la  tromba asesina seguía su paso devastador alejándose tan violenta y oscura como había llegado. El viento disminuyó en forma notable y la lluvia poco a poco también se fue amainando. Con todo y eso, extrañamente, el amanecer no llegaba… seguía oscuro y ya iba para las nueve de la mañana. Me puse de pie, tomé mi Mannlicher 7 mm Rem Mag, y empecé a caminar con rapidez hacia la torre en donde se había quedado Javier un par de horas antes. En aquellos años no teníamos radios y aún no había celulares. Estaba preocupado por Javier, sin duda alguna él también había estado muy cerca de la muerte y hasta ese momento yo no sabía si había logrado sobrevivir.

Era increíble la cantidad de agua que corría por la brecha y que bajaba de la pequeña loma en donde yo había pasado la tempestad. El agua al correr hacía un ruido muy fuerte, los truenos se seguían escuchando aunque cada vez más lejos. Al fin alcancé a ver la torre de madera en donde se había quedado Javier; pero la casita techada ya no estaba, quedaban solamente las patas ancladas al suelo. El viento arrachado, primero le arrancó el techo y luego quebró tres de las cuatro paredes de madera. Quedaba solamente un cascarón de la torre y Javier no estaba en ella. Vi parte del techo a unos 20 metros de lo que quedaba de la casita. En ese momento me preocupé de verdad…

¿En dónde estaba Javier?

Le grité por su nombre varias veces; pero el ruido del agua que corría con violencia opacaba mi voz.

Seguí gritando cada vez más alto hasta que al fin pude escuchar su respuesta.

–¡Acá!  –le escuché contestar a unos 40 metros de la torre, entre el monte.

–¿Estás bien?

–Nomás mojado, pero bien.  –me contestó mientras se incorporaba.

Los dos nos mirábamos como tratando de buscarnos algún daño. Afortunadamente estábamos ilesos y con nuestros rifles en la mano.

Xavier me contó cómo había alcanzado a bajarse de la casita de madera un poco antes de que llegara lo más fuerte de la tromba, pues se dio cuenta de que el viento iba a arrancarla.

–Supe que la casita no iba a aguantar pues se ladeaba y la madera empezaba a crujir -me comentó– de todos modos ya estaba totalmente mojado, así que mejor me bajé.

Unos minutos después de haberse bajado de la torre, el techo de la casita fue arrancado por el viento, y poco después se despegaron tres de sus cuatro paredes y volaron por los aires.

Ya estando en el suelo Javier hizo lo mismo que yo: se fue a tirar entre el monte en donde no había árboles. El también temía que a mi me hubiera pasado algo. Se quedó agachado protegiéndose de la tormenta; por eso no me alcanzó a ver cuando llegué a ver las ruinas de su torre.

Fue hasta entonces, un poco después de las 9 de la mañana, cuando al fin empezó a amanecer. El cielo estaba gris, con un nublado impresionante. El monte tenía un hermoso color verde recién lavado y  la brecha estaba llena de agua de lado a lado. La terrible tormenta había pasado y, gracias a Dios, sobrevivimos a su furia.

Vencimos la tempestad.

Hicimos un recuento de nuestros daños y afortunadamente estábamos ilesos, pero totalmente mojados. Los lentes de nuestros rifles quedaron inutilizados por la humedad que finalmente los afectó, pues estaban empañados.

Analizamos nuestras dos opciones: regresarnos en ese momento a la casa del rancho y luego volver a Monterrey, o quedarnos en el monte el resto del día y ponernos a cazar.

Acordamos que nos quedaríamos en el monte a intentar cazar un buen venado.

El rifle de Javier era un Remington BDL calibre 270 con un lente Bushnell de 3.5 X 10, instalado sobre unos anillos con elevador, por lo que Javier podía disparar  a mira abierta. Mi rifle tenía el lente sentado en los anillos al mismo nivel del cañón, por ello no podía ser usado a mira abierta. Pero el contar con un arma funcionando, confirmó nuestro deseo de permanecer en el monte. Nos fuimos juntos caminado hasta la loma, Javier miró con asombro lo que quedó de mi torre. No dijo nada, su silencio fue elocuente. Supo que él y yo estuvimos a punto de morir esa mañana.

Recogimos mi mochila y la lonchera. Afortunadamente la comida estaba intacta ya que el envase de plástico hermético impidió que se mojara el interior de la lonchera. Como las dos torres habían quedado destruidas, nos fuimos a una brechita angosta que le decíamos “la de en medio” y que nadie usaba por ser angosta y carecer de torres. Con habilidad hicimos un rodete de ramas, pusimos dos mampuestos de horqueta y nos sentamos en el piso.

Acordamos que vigilaríamos cada quien un lado de la brecha. Si salía un buen venado, dispararía aquel  a quien le hubiera salido, por lo que nos pasaríamos el rifle el uno a otro en caso de ser necesario.

Así pasamos el mediodía y ya pasaban de las tres cuando escuché a Javier:

–Está saliendo un macho.

Yo no quise voltear para no hacer movimientos que pudieran espantar al venado.

–Está bueno  –me dijo en un susurro apenas audible.
Tu decide –le contesté  también en voz baja.

La respuesta fue la explosión del 270 que lanzó una punta de 150 granos a casi 3,000 piespor segundo.

Quien le ha disparado a un venado conoce esa secuencia de sonidos que los cazadores llamamos “botonazo”… ese hermoso sonido que tenemos idealizado todos los cazadores. El botonazo se escuchó espectacular: una especie de  «¡Pummmm… pac!»  que rompió el silencio después de la tormenta, y así en aquella angosta brechita… ”La de en medio”, quedó  tirado un “ocho puntas”.

No era un monstruo; pero sí era un ocho puntas muy decente, quizá un 120 B. & C. Para Javier y para mí aquel venado significaba mucho más que un trofeo de cacería. Ese venado significaba la razón por la que habíamos puesto en riesgo nuestras vidas unas cuantas horas antes. Nos dimos un apretón de manos que dijo más que mil palabras, nos tomamos dos o tres fotos de rigor y ¡muévele! porque teníamos un problema más que resolver: un venado de 80 kilos ya sin panzate a más de cuatro kilómetros de la casa del rancho “El 26“.

Sin dudarlo, y sobre todo porque ya pasaba de las tres, acordamos irnos a paso rápido a buscar al “Rayita”, un caballo alazán capón y muy manejable que tenía Pancho Lugo en el rancho. Le puse Rayita porque tenía un listón blanco en la cara.

Lo mejor de ese caballo era su mansedumbre, su docilidad y nobleza. Esa tarde lo íbamos a poner a prueba pues tendría que ayudarnos a Javier y a mí a sacar aquel venado del monte.

Poco después de las cuatro y media llegamos hasta el rancho, arrastrando las botas de cansados. Haciendo a un lado el cansancio dejamos los rifles y las mochilas y, casi corriendo, nos fuimos al corral con la esperanza de encontrar ahí a Rayita.

Con alegría vimos que el caballo estaba en el corral, y con tristeza vimos que no estaba solo, andaba con otros caballos y yeguas, la mayoría de esos caballos  no estaban amansados.

Lo más seguro es que al vernos saldrían corriendo en tropel. Le expliqué a Javier que si los caballos salvajes corrían, Rayita se iría con ellos. Con mucho cuidado entré al corral y me fui acercando. El caballo efectivamente era muy noble y manso, yo le hablaba en voz muy baja, evitando alterar al resto de los caballos.

Seguí acercándome, sabía que no debía verlo a los ojos pues esa actitud molesta o inquieta a los caballos. Extendí mi brazo mientras le hablaba en voz baja y amistosa: «Rayita… no te vayas,  Rayita,  ven,  ven, te necesitamos»

Decir que los caballos comprenden el significado de la voz humana podría ser increíble, pero yo estoy seguro que Rayita comprendió esa tarde lo que yo le pedía. No se fue del corral, la manada de potros salvajes salió corriendo pero Rayita se quedó parado junto a mi. Le puse un bozal y me lo llevé cabestreando hasta la bodega en donde estaban las monturas.

Javier y yo cabalgamos con la dificultad que presenta el suelo lodoso y nos dirigimos una vez más hacia el fondo del rancho. Ya no llevamos ni rifles ni mochilas, solamente un par de mecates para amarrar al venado. Llegamos a la brechita de en medio y ahí lo encontramos. Debíamos subirlo al caballo y sujetarlo bien.

Solamente un caballo tan noble y tan vaquero como Rayita nos permitió subir y sujetar con tal firmeza aquel venado.

Pasaban ya las cinco de la tarde. Teníamos que darnos prisa, así que sin pensarlo mucho le dije a Javier que también el se montara, y como aún quedaba un pedazo de enanca del caballo, yo también me monté.

Hermosa estampa: dos cazadores remojados, un venado de 8 puntas y el caballo más noble y manso de todo el mundo sacándonos hasta la carretera en donde estaba el auto compacto de Javier.

Cargamos nuestras cosas en la pequeña cajuela del auto y muy pronto se llenó. El venado ya no cupo en la cajuela así que, no sin cierta desfachatez, lo pusimos arriba de la cajuela y lo amarramos a la vista de todo mundo.

Imagínense, un automóvil Nissan Tsuru con dos cazadores remojados y un venado amarrado sobre la cajuela. Quienes nos vieron esa noche, circulando por la autopista Monterrey - Nuevo Laredo, nos han de haber criticado de lo lindo.

«¡Pinches presumidos!» ha de haber sido lo menos que pensaron de nosotros quienes nos miraron.

Y claro que teníamos razones suficientes para presumir nuestro venado.



FIN


El autor montando a “Rayita” que carga el venado. La foto la tomó Javier Hernández Cárdenas quien cazó este venado en el rancho “El 26” de Nuevo Laredo, Tamaulipas; el  día de la tromba que casi los mata. Enero de 1992.


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