Pero…
pero… había que cazar de noche.
Eso no me gustaba. Y no
me gustaba simplemente porque el monte me daba miedo de noche. En ese
entonces yo no sabía si era legal o ilegal cazar de noche. Todas las
personas que yo conocía lo hacían. Eran personas buenas, honradas.
Eran profesionistas, comerciantes; en pocas palabras eran gente de
bien.
El que cazaran de noche
no los convertía en delincuentes. La gente en el siglo pasado en los
años 60 y 70 cazaba de noche porque era la costumbre. Y más bien lo
hacíamos porque no sabíamos cómo cazar de día. La costumbre en
aquellos años era escoger un rancho o un ejido a dónde ir, llegar
casi al obscurecer y ponerse de acuerdo con los lugareños. La gente
del ejido o de los ranchos siempre estaba dispuesta a servirte de
guía. Les gustaba que llegara el grupo de cazadores. Se prendía una
lumbre, se calentaban los lonches que llevábamos, y algunas veces se
asaban elotes que se cortaban en ese momento de las labores. La idea
era hacer tiempo, esperar a que dieran cuando menos las once de la
noche para empezar a fanalear. También se llevaba una botella de
tequila, pero ya sabíamos que había que racionar lo para evitar que
los guías del rancho o del ejido se emborracharan. Era un trago por
cabeza y guardábamos la botella, les decíamos que había que
guardar el resto para el festejo, cuando cazáramos el primer venado.
En esa ocasión llegamos
a un lugar conocido como Estación Huertas. Es un ejido que
corresponde al municipio de Montemorelos y queda prácticamente en la
margen del río Cabezones. Éste ejido tiene la vía del tren que va
a Tampico por un lado, colinda también con el rancho Santa Ana, de
la familia Barragán, uno de los primeros ranchos que se “enmallaron”
en Nuevo León.
Los ejidatarios tenían
temor de acercarse a Santa Ana, pues si los sorprendían les mandaban
a la policía rural. Pero el ejido comprendía unas 1,800 hectáreas
y como los ejidatarios sembraban maíz y frijol, había mucho venado
y pecarí de collar en las labores ejidales, no teníamos para que
molestar a la familia Barragán y así evitábamos problemas.
Aquella noche llegamos en
un camión de redilas y en un automóvil Barracuda. El camino para
llegar hasta las casas del ejido siempre estuvo en muy buenas
condiciones. Llegamos a las casas de los hermanos Antonio y Juan Luna
como a las nueve de la noche; ellos siempre estaban dispuestos a
acompañarnos y servirnos como guías.
Nos pusimos de acuerdo y
acordamos que iríamos a unas labores en donde había maíz sembrado.
A eso de las diez de la noche llegamos a la labor. Uno de los
cazadores, de nombre Guadalupe Castillo, se puso a cortar elotes,
otros encendieron una enorme fogata y pusieron las cañas del maíz
con todo y las mazorcas. Al poco rato comíamos unos deliciosos
elotes asados.
La lumbre se fue apagando
y como se habían puesto las cañas de maíz había mucho “verde”
y en consecuencia mucho humo. Yo estaba sentado encuclillas como
todos los demás; pero el maldito humo me molestaba en los ojos. Me
aguanté un rato pero el viento llevaba el humo directo a mi rostro y
los ojos me lloraban.
«Qué
necesidad tengo de aguantar este mendigo humo en la cara»
Pensé y de inmediato me levanté y me cambié de lugar.
Estuve
unos minutos en paz, pero increíblemente el viento me volvió a
llevar el humo a la cara. Me aguanté otro rato pero la molestia era
grande.
Con los ojos llorosos por
el humo me levanté y decidí cambiarme de lugar a un lado opuesto,
buscando con ello terminar ya con la molestia. Les di la vuelta a
todos y caminé entre la obscuridad tratando de encontrar un sitio en
el que el humo ya no me diera en la cara.
El brillo de la hoguera,
mis ojos enrojecidos por el humo y la noche obscura, hicieron que
caminara prácticamente como un ciego, sin fijarme hacia donde me
dirigía. Caminaba arrastrando un poco el pie, a propósito para
evitar tropezar, pero al dar el siguiente paso algo ocurrió.
Mi pie ya no encontró
apoyo. El piso se había terminado y mi pie quedó en el viento.
Traté de equilibrarme...
no pude; sentí que volaba.
Vino la caída: un metro,
dos, tres, cuatro. Luego me estrellé contra el piso.
Me dolía la cadera y las
costillas, como pude me enderecé. Escuché gritos afuera del pozo.
—Este
cabrón se cayó al pozo, hay que sacarlo —dijo
en voz alta uno de los ejidatarios.
—¿Pos
cómo fue que no miró tamaño pozo? —dijo
otro.
—Aquí vamos a hacer
una noria pa´ regar el maíz —explicó
otro de los ejidatarios.
Los cazadores se pusieron
de pie rápidamente, se acercaron con cuidado a la orilla del pozo y
me preguntaban si estaba lastimado. Gracias a mis 17 años —y
a que no estaba gordo— pude
ponerme de pie. Me dolían las costillas y la cadera, pero no tenía
fractura alguna.
—¡Ayúdenme
a salir! —grité.
—¡Ahí vamos…
andamos buscando un mecate! —me
contestaron.
Yo estaba ya de pie y
listo esperando el mecate, entonces recordé que traía en la cintura
mi pila seca y la lámpara de cabeza. La encendí y alucé al piso
del pozo, pensando que tal vez en la caída podría haber tirado
algún objeto. Cuando la luz de la lámpara iluminó el piso del
pozo, vi algo que me estremeció.
Sentí en ese momento una
sensación de horror. A la luz de mi lámpara vi unas tarántulas que
estaban entre mis botas y se movían de un lado a otro entre mis
pies. No sabía qué hacer, saltaba en un solo pie y trataba de
encontrar algo que me ayudara a no estar parado dentro de aquel pozo
lleno de tarántulas. Debían de ser unas siete u ocho tarántulas…
pero a mí se me hacían miles.
Imagínense Ustedes a un
muchacho citadino en sus primeras salidas al monte. Antes de esa
noche jamás había visto una tarántula más que en dibujos. Ahora
las tenía entre mis pies. Lo más angustiante era la sensación de
imaginarlas ya subiendo por mis piernas.
Los gritos de mis
compañeros me alertaron para que viera el mecate que ya estaba
colgando dentro de aquel pozo. Ellos, desde afuera, también veían
las tarántulas moverse.
—¡Agarra
el mecate! —me gritaban.
Como pude lo agarré con
las dos manos y les grité que me subieran rápido. El primer jalón
me levantó del piso. Con mis pies me apoyé en las paredes del pozo
y al tercer tirón ya estaba prácticamente afuera. Los brazos de mis
amigos me jalaron con energía. Me sentaron en el piso.
Al fin estaba afuera del
maldito pozo de las tarántulas. Me preguntaron si no estaba
quebrado, les respondí que estaba bien. Me tocaron las piernas y los
brazos para cerciorarse que no me hubiera fracturado y después de
eso todos se calmaron, el único que seguía temblando era yo, sentía
que las tarántulas aún estaban subiendo por mis piernas. Un trago
de tequila ayudó a tranquilizarme.
En ese momento se
empezaron a formar las parejas de cazadores para iniciar la cacería
nocturna. Tal vez tratando de compensar el buen susto que me había
llevado con la caída en el pozo de las tarántulas, esa noche me
permitieron fanalear en la mejor labor del ejido Estación Huertas. Y
por si fuera poco, los dos mejores guías, Toño y Juan Luna, me
fueron asignados como compañeros esa noche.
Nos separamos y los otros
dos cazadores salieron con sus guías. Toño Luna, su hermano Juan y
yo nos dirigimos a la labor que nos correspondió. Me advirtieron que
había muchas “monas de rastrojo”.
La “mona” o
“gavilla”, es el nombre que el campesino le da a unos montones de
cañas de maíz prácticamente secas que pone en posición vertical
entrelazadas unas con otras. Esas “monas de rastrojo”
equivaldrían actualmente a comederos, pues las cañas de maíz
conservan las mazorcas en proceso de secado. Por esa razón, esa
labor en la que cazaríamos esa noche era la mejor, pues por tener
maíz, sin duda tendría también venados, pues las mazorcas le daban
un mayor atractivo para acercarse a los venados.
La labor debe haber sido
de unas siete u ocho hectáreas y era rectangular, angosta y muy
alargada. Con la luz de mi lámpara recorríamos lentamente aquella
labor. No tardamos mucho en ver los primeros destellos de luz, era
el reflejo que producían los ojos de las venadas que se veían
claros, muy semejantes a una estrella.
Caminábamos lentamente
porque así debe ser; además íbamos lento porque la tierra arada
nos impedía caminar más rápido. Entre unas “monas” o
“gavillas” de rastrojo vi unos ojos que centellaban en color
amarillo rojizo, eran diferentes a los que parecían estrellas.
—Ahí ´ta. Un macho
—me
dijo Toño Luna.
—Vete acercando —dijo
su hermano Juan en voz baja.
Caminábamos ahora más
lento evitando hacer ruido. Sin embargo había varas de rastrojo en
piso que al pisarlas tronaban haciendo ruido.
-—Acércate
más —insistía
Juan Luna, cuando yo me detuve y encaré mi rifle.
En
ese momento nos dimos cuenta que el venado macho estaba echado. La
luz de mi lámpara lo iluminó completo, pues cuando mucho estaría a
unos 30 o 40 metros de distancia. Notamos también que era un venado
joven y lucía una canasta de astas pequeña; pero para un jovencito
de 17 años, como era yo en aquel entonces, ese venadillo significaba
un gran trofeo así que encaré mi rifle Winchester 30-30 de palanca
y sin lente, como se usaba en aquellos años; trataba de que la mira
abierta de mi rifle quedará alineada con el haz de luz. Ya estaba a
punto de disparar, cuando escuchamos un ruido extraño y fuerte que
me asustó y me hizo que bajara el rifle. Sentimos cómo la cerca de
alambre de púas se sacudía y se estremecía haciendo a los alambres
de púas vibrar y producir aquel ruido.
El venadito, que hasta
entonces había estado echado, al escuchar el ruido de la cerca se
puso de pie de un salto. Toño y Juan se quedaron quietos escuchando
el sonido y tratando de adivinar qué ocurría. En silencio miraron a
la cerca, yo noté que aquel ruido nos distrajo a todos. Al ver que
el venadito se levantó yo le apunté e iba a dispararle antes de que
se fuera.
—Párate,
no le tires —me
dijo Toño Luna.
—¿Por
qué no? —e pregunté yo
intrigado —venimos
a cazar venados ¿por qué no le puedo tirar?
—No le tires a éste,
espérate, porque se acaba de lazar uno en la cerca —respondió
con mucha seguridad.
Mi mente de jovencito
citadino e inexperto no me permitía entender qué estaba pasando en
ese momento. Los dos ejidatarios se encaminaron rápidamente hacia el
extremo de la labor en donde se escuchaba el sonido que se generaba
con los jalones a los alambres de púas del cerco perimetral. Toño
Luna, quien también llevaba una lámpara sujeta en su cabeza, aluzó
hacia el punto de dónde provenía el sonido. En su mente estaba
interpretaba los sonidos, la intensidad, la frecuencia...
—Ta´ bien lazado un
venado, camínale rápido pa´ la cerca. ¡Muévele!
Batallamos para caminar
entre la tierra arada hasta que nos acercamos al venado lazado en la
cerca de púas. Es necesario que explique que los ejidatarios, o
algunos rancheros que no cuentan con rifles o escopetas, cazan sus
venados utilizando lazos. Se les llama “lazos matreros”.
Es una trampa mortal para
el animal que cae en uno de ellos. El lazo es un aro que asemeja un
lazo vaquero. Tiene una hondilla que la hacen con las terminales que
sujetan las baterías de los automóviles. El lazo se hace con
cables de frenos de bicicleta. Una vez que el ranchero ya hizo el
lazo, elige un buen pasadero y ahí lo coloca. Clava en el piso una
estaca de madera o metálica bastante maciza y profunda, debe de
enterrarla más de un metro y sujeta a ella el “lazo matrero”. La
idea es que cuando el venado pase por entre la cerca de alambre de
púas, introduzca parte de su cuerpo en el lazo. Como la terminal de
la batería es ancha, el cable corre muy rápido a través de ella.
Por eso, cuando el animal se incorpora inmediatamente, el cable lo
sujeta. Y como el cable está atado a la estaca enterrada es
prácticamente imposible que pueda escapar.
Sin embargo hay animales
muy corpulentos que luchan por escapar y en algunas ocasiones
revientan el cable o sacan la estaca, aunque esto es poco común que
ocurra.
Pero volviendo a esa
noche en el Ejido Estación Huertas, el venado efectivamente estaba
lazado. Lo vimos con la luz de las dos lámparas.
—Tá bien chingón...
tá bien chingón —repetía
Toño con un típico sonsonete norestense en la voz.
En ese momento puse
atención al venado estaba lazado de las astas. Con los jalones ya
había quebrado dos estantes de la cerca y los alambres de púas
estaban enredados, pues el venado estiraba en algún momento desde
dentro de la labor y luego lo hacía desde afuera.
Era un guerrero que se
resistía a ser sometido por esa trampa. Sería una mentira si digo
que le conté las puntas, no hice eso, pero al verlo me di cuenta de
que tenía muchas.
—¡Ya
suénale porque se va, tírale! —me
decía Juan.
—Apúntale bien en las
paletas —susurraba
Toño.
Pero aún con las voces
tan bajas, el venado se alteraba y se sacudía sin permitirme
apuntarle.
Al fin, luego de una
violenta sacudida, el venado se quedó quieto. Disparé y volvió a
sacudirse con fiereza.
—¡Suéltale
otro! —me ordenaba impaciente
Juan Luna.
Tras unos segundos de
jaloneos y tirones con los alambres,el venado ya herido, volvió a
detenerse y todos apreciamos una mancha de sangre en su paleta. Mi
Winchester 30-30 disparó un segundo tiro y un plomo de 150 granos
impactó al enorme venado que esta vez cayó y se quedó inmóvil.
El silencio invadió
aquella labor. Me ordenaron que apagara mi lámpara de cabeza y Toño
también apagó la suya.
Con una pequeña linterna
de mano nos fuimos acercando al venado. Todos íbamos en silencio,
siento que la descarga de adrenalina que tuvimos nos agotó. Llegamos
junto al venado de la subespecie miqihuanensis que había abatido.
Tenía siete puntas de un lado y cinco del otro, incluyendo un arete
muy extraño que salía de la vela principal y en vez de bajar iba
hacia adelante.
Así terminó aquella
noche…. Toño y Juan Luna recogieron uno de los estantes rotos de
la cerca, luego le quitaron el lazo matrero de los cuernos a mi
venado y lo sujetaron por las patas al estante. Yo venía adelante y
con la lámpara de mano les aluzaba el camino.
«Matador no puede ser
cargador» decían alegremente
mientras cargaban mi venado por entre la tierra arada.
Aquella noche me enseñó
mucho sobre la cacería. Confirmé que “la
suerte” juega un papel muy importante en ésta actividad. En unos
cuantos segundos conocí dos maneras de cazar, ambas reprobables: la
luz artificial y los lazos. Comprobé su eficacia; pero no me gustó
ponerlas en práctica.
Creo que si eres de
verdad un cazador, debes permitir que el venado se defienda; dejarlo
que haga su juego y si es más listo que tú, simplemente que se
vaya, pues te ganó.
Esa noche usé esas
técnicas, el fanal y el lazo, pero juro que jamás volví a
ponerlas en práctica, no me sentía bien por haberlo hecho. Admito y
reconozco con vergüenza que cazar con lazos y fanal es una
porquería.
Muchos años después al
recorrer los ranchos, me sigo encontrado con “lazos matreros”. Me
da tristeza darme cuenta que en pleno siglo XXI, todavía haya quien
ponga lazos en las cercas.
Cuando veo los lazos me
detengo, los quito y los destruyo y he llegado a poner en su lugar un
letrero advirtiendo al que los pone que no lo haga, y no lo he hecho
con buenas palabras, ha sido de mentada de madre para arriba y con
amenaza de buscarlo y encontrarlo si me pone otro lazo en mis cercos.
Siendo honesto, les diré
que ésta historia no me gusta contarla, realmente me avergüenzo de
ella. Pero debo de contarla porque forma parte de mi vida. Quisiera
que no hubiera pasado, pero pasó. Y ahora muchos, muchos años
después, tomo lo bueno que me dejó esa aventura. Porque todo lo
malo… tiene bueno. Y lo único bueno de ésta experiencia, es que
conocí de primera mano el “cómo se hace”. Ahora nadie me cuenta
cómo se caza de noche y nadie me cuenta cómo se pone un lazo en
una cerca .
Esto me recuerda que el
mejor GUARDIAN DE CAZA… es un “cazador furtivo reformado”.
Muy buena historia a mi me paso algo similar hace aproximadamente 10 años en un rancho entre los límites de Cd. Mier Tamaulipas y Nueva Ciudad Guerrero Tamaulipas ya eran los fines de la temporada de venado y no había cazado nada ya q estaba en espera de un buen animal y estando en mi torre mire entre una nopalera un venado de 7 puntas algo despistado q ni siquiera volteo a la torre y ya q era casi fin de la temporada y no podría ir al rancho a cazar nuevamente decidí disparar apuntando al codillo a lo cual el venado se desplomó en sus propias huellas lo cual se me hizo raro ya q yo había visto a mi padre dispararle a otros venados al codillo y corrían cierta distancia, bueno ya con toda la adrenalina recorriendo mi cuerpo y respiración agitada espere 15 minutos antes de ir a buscar mi animal y cual fue mi sorpresa q al acercarme la cerca de púas se movió violentamente y voltie y mis ojos no daban crédito a lo q miraba era un venado de 8 puntas completamente simétrico y una abertura enorme la cual no medí ya q era un poco joven en ese entonces y no tenía los conocimientos de hoy en día bueno el caso es q el venado estaba atorado de la pierna derecha con los alambres de la cerca yo pienso q al momento de brincar fue cuando su pierna quedo atorada formando un torniquete yo estaba asustado y asombrado al mismo tiempo a lo q me acerq cuidadosamente y a una distancia segura para mi le disparé en el cuello mi padre cuando llego no podía creer el tamaño de aquel venado
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